He sido testigo de un cielo cubierto de
pájaros. Una mancha tan oscura y tan perfecta que parecía un salpicón de tinta
caído de la mano de García Márquez. Quizás alguien con más recursos podría
expresar lo que se siente en momentos como ese, pero admito que no es mi caso.
Yo a lo más que llego es a balbucear que fue hermoso saberse ahí debajo,
testigo de un griterío y de un revolotear unánime de animal prehistórico. Luego
los pájaros volvieron a las ramas de los árboles y no fue nada. Desaparecieron.
Los coches se apoderaron de las calles y el cielo volvió a su azulada
indiferencia de siempre. Como si nada hubiera ocurrido, acaso para que
volviera a adormecerse mi sentido de lo extraordinario.
Esto del sentido de lo extraordinario es
una de esas cosas inútiles, pero magníficas, que he aprendido en el trato
íntimo con la literatura. Que yo recuerde, al primero que le oí mencionar tal
asunto fue a Torrente Ballester en su Saga/fuga de J.B. Lógico que la expresión
sea invento de un gallego, la raza más soñadora y proclive a levantar
fantasmagorías que ha dado Europa, ahí están Cunqueiro, Rosalía, Cela,
Wenceslao F. Flores, Ánxel Fole, Camba. O José María Merino y Manuel Rivas, por
citar también autores vivos. Con esa alineación, ríase usted de la liga
de las estrellas.
Pero, qué es en realidad eso del sentido
de lo extraordinario. Sin sombra de duda, un salvavidas, una ventana con vistas
a la calle en mitad de un incendio, la manera que algunos encontramos de rasgar
el velo de lo cotidiano y traspasarlo. Hipnotizados por una actualidad sin
héroes y sin brillos, no se habla más que de corruptelas y de mangantes, tan
gris está el horizonte que preferimos caminar con los ojos a ras de
suelo. Pero, a veces, alzas la mirada y te topas con el milagro.
Fue el mismísimo Einstein quien aseguró
que los hombres recurren a las ciencias y a las artes para escapar de la
desesperada monotonía de la vida cotidiana. Dicho de otro modo, para huir de la
tristeza y el tedio. Suena duro, pero para muchos de nosotros la tristeza es
como un perro que acude sin ser llamado, sin ningún esfuerzo, mientras que la
alegría tiene siempre los pies torpones y requiere de un constante ejercicio de
voluntad. Quizás por eso vamos a los cines y a los bares, bebemos y fumamos,
nos asomamos a Internet y miramos la tele, nos mandamos mensajes telefónicos,
nos hacemos socios de los clubes deportivos y nos afiliamos a partidos
políticos más o menos intercambiables: para espantar al fantasma de la tristeza
y el aburrimiento.
El agua se aprende por la sed, escribió
Dickinson. Y la alegría, escribo yo, por los remansos que nos deja lo
cotidiano. Puede que el mundo parezca triste, un pastizal por donde campan los
corruptos y los antihéroes pero, mira tú por dónde, cuando todo parece perdido,
se levanta en la mañana una nube de pájaros y saca uno fuerzas para escamotear
a la tristeza un día más. Ese es el gran regalo del arte. El sentido de lo
extraordinario. Casi tan importante como el sentido común.
Publicado en diario HOY el sábado 8 noviembre 2014
Estupendo Florian
ResponderEliminar