Al héroe Aquiles le dieron a elegir entre una existencia
breve y gloriosa o arrastrar una vida larga y anónima. Ya sabemos lo que
escogió. Mi padre eligió lo contrario. Y a mí me ha costado medio siglo
comprender que es esa la verdadera elección del héroe. Morir con las carnes
jóvenes, narcotizadas por el bálsamo de una vida en aventura, no está al
alcance de cualquiera, es un sueño romántico y elevado, vale, pero tiene un
mérito relativo. Una lanza y un escudo pesan poco comparados con la carga de
una familia numerosa y una cuota mensual a la Seguridad Social en el régimen de
autónomos.
Hay días en que me levanto con ganas de repartir cuarenta y
cinco mil caretas con el retrato de mi padre y pedir el balón de oro para él.
Ronaldo nunca podrá hacerle tantos regates al aire ni meterle más goles al
infortunio. Y digo mi padre como digo todos esos hombres y mujeres que nunca
podrán preguntarles a sus nietos si les gusta el aeropuerto del abuelo, a los
que nunca fichará Gas Natural, ni recibirán una llamada de Endesa para
arreglarles la vida, por muchas luces que tengan. Cuando mis hijos dicen que van
al cine a ver Los juegos del hambre
mi padre sacude la cabeza y responde, a mí me vais a hablar vosotros de hambre,
que nací en el 33. Nadie ha vivido más desencantos que esa generación de
héroes. Mi padre cumple mañana ochenta años. Nació con la República, con eso
está todo dicho. Traicionados por la izquierda y por la derecha. Quedan pocos y
son de una raza extinta, con las espaldas de acero líquido como Terminator.