Hace apenas unos días que dimos
fin a Los Gemelos en el Teatro Romano de Mérida. Después de andar varios meses
a pulso con las palabras, de viajes en el tiempo en busca del espíritu de
Plauto y de muchas risas y de muchos, muchos miedos, todo ha acabado. Y lo ha
hecho de la mejor manera que podíamos imaginar: con la aprobación del público. Para
mí ha sido como vivir el sueño de cinco noches de verano. Mi pobre neurona está
aún con resaca. Por eso entenderá usted que no escriba un artículo sobre la
guerra de Siria o sobre la cintura de Neymar. En este instante no me interesa
más que recapitular sobre lo vivido. De la actualidad, todo lo que no sea leer
que las bombas se quedan pegadas en la mano de quien las arroja no me interesa.
Dicen que leyendo se aprende
experiencia de vida, pero yo no estoy muy seguro. Hoy, sin ir más lejos, es el
cumpleaños de Comodo, hijo del emperador Marco Aurelio, el hombre más sabio de
su tiempo pero que, con toda su riqueza, toda su sabiduría y todas sus
lecturas, solo fue capaz de criar a un monstruo. Por eso soy de los que opinan
que se aprende más viviendo que leyendo. Mirando a tu alrededor y sacando
conclusiones, aunque lo que mires sea un libro. Y para mí, estas últimas
semanas, el libro ha sido el cielo noctámbulo del teatro romano.
Tanto teatro y tanto mezclarme
entre actores es normal que una noche de esas llegara a la conclusión de que es
posible establecer una comparación entre un país y una obra de teatro. En ambos
casos, me dije, entran en juego el concurso de muchos brazos y muchos talentos
para la consecución de un objetivo común, aunque encabece el cartel el nombre
de un director o un actor de relumbre. Pero lo cierto es que si fallan las
luces la obra se va al carajo. Si el sonido no es el adecuado, es imposible el
éxito. Como en política.
Y una de esas noches, después de
una representación en la que el público se lo pasó en grande, quedó en la
terraza solo gente de escena. Técnicos, actores, músicos, maquilladoras. Y yo los miraba y pensaba que si el público había disfrutado
del misterio de la resurrección de la
carne de Plauto había sido por el consorcio de todos esos profesionales que
ahora hablaban de sus cosas, como si nada hubiera ocurrido. Cada cual había sabido
aparcar sus credos, sus ideologías, sus miedos y sus manías para ocupar su
puesto con la sola intención de que la función fuera perfecta. En esto, me
dije, es donde a los políticos les sobran lecturas y les falta aprender de lo
vivido. Sentir su país del mismo modo que una compañía de teatro entiende una
función. Pensar menos en esa estupidez llamada disciplina de partidos,
olvidarse por completo de la taquilla, prescindir del deseo de gloria personal
y mantenerse concentrados en terminar la función sin más premio que el respeto
y el aplauso del público. No es tan difícil. Es sólo cuestión de honradez y de
amor al trabajo bien hecho. El resto es letra muerta.
Publicado en el diario HOY el sábado 31 de agosto del 013
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