—Pues muy mal, señorita —dijo el señor
Rafael—, la literatura hay que airearla. En el cajón, entre lo oscuro y lo
húmedo, se le puede pudrir una metáfora y dar al traste con todo un cuento,
incluso con toda una novela. Ya decía el bueno de Mairena que lo inédito es
como un pecado que no se confiesa y se nos pudre en el alma, y toda ella la
contamina y corrompe —nunca he sabido
de dónde sacaría memoria aquel hombre para tantas cosas.
—A ver, Paco, trae algo de beber a la
señorita.
—Qué va a ser.
—Una mirinda de naranja, por favor.
La mirinda era por entonces todo un símbolo,
una bebida carismática, pequeñoburguesa, alegre y nacional, donde podía uno
encontrarse, en el vientre cóncavo de sus chapas, con el obsequio de un disco
de los de moda, un rayo de sol, oh, oh, oh, me lo dio tu amor, o bailemos el
bimbóm, bimbóm, que está causando sensación. Mirinda, si se pronuncia con
detenimiento y esmero, es una palabra bella, sonora, que bien podría haberla
ostentado con orgullo cualquier señorita de postín. Mirinda Rodríguez Portello,
para servirle a usted.
Y yo le puse la mirinda de naranja. (...)
fragmento de la novela Teoría del fracaso
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