Cuando
en la noche precolombina las madres rezaban a los dioses de la selva para que
los monstruos no se llevasen a sus hijos no podían ni imaginar que los
monstruos no tendrían forma de pantera, como ellas temían, sino de hombres de
aspecto respetable. Homero, que pertenece a la infancia de la civilización y por
eso tiene cosas de niño chico, achacaba los horrores del mundo al carácter
caprichoso de los dioses. Para él los hombres son marionetas de la divinidad. Masacrabas
Troya y era cosa de los dioses. Arrojabas a los hijos de los vencidos desde los
muros de la ciudad, convertías a sus mujeres en esclavas, violabas a sus niñas
no porque fueras un bruto y un sádico de tomo y lomo sino por voluntad de Dios.
Hay que joderse.
Los
escritores modernos lo ven de otra manera. En los Relatos de Kolimá de Shalámov, en La carretera de Cornac McCarthy, incluso en The walking dead, el verdadero peligro para la raza humana son
siempre los propios hombres. Maldita la falta que nos han hecho nunca
extraterrestres ni zombis ni dioses que nos enseñen el arte del terror.
Pero
a veces nos relajamos. Llegamos a creer que un puñado de bibliotecas, de
avenidas luminosas, de patios con vecinos sonrientes y barbacoas comunales alcanza
para ganarle la partida a los demonios. Hasta que un día descubres que es
precisamente el vecino de la barbacoa el que tiene en su sótano secuestradas a
tres niñas y te sientes como las madres precolombinas, aterrado por la
facilidad con que los monstruos de la selva siguen tomando apariencia humana y
se llegan en la noche a robarte los hijos, el sueño, la esperanza de lograr un
día una civilización que sienta por sí misma algo que no sea repugnancia. En lo
que concierne a demonios hemos evolucionado poco, la verdad.
Publicada en El periódico Extremadura el 11 de mayo del 2013
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