El
archienemigo de un escritor de artículos es el sentido del ridículo. El sentido
del ridículo y la falta de confianza que, como Batman y Robin, como Zapatero y
cualquier sustantivo acabado en dad, como Rajoy y el fantasma de la niña,
siempre van de la mano.
El
escritor de artículos lo primero que hace es echar un vistazo a la presa en
busca de la noticia que le haga saltar las alarmas. Pero, cuando ya tiene
elegido el tema, por aquello de la inseguridad, comete el error de leer una
docena de artículos de gente muy seria y campanuda que vienen a opinar
justamente lo contrario que él. Y es entonces cuando el sentido del ridículo le
destroza el artículo y se lo convierte en suspiros.
Otros días,
los menos, al escritor de artículos se le inflan las pelotas y decide hacer
oídos sordos al ridículo. Suelen ser esos días en los que después de haber
echado un vistazo a las hemerotecas se percata de que, esa gente seria y campanuda
que opinaba sobre recesión y economía con mucho pespunte de datos, fallaron más
que la escopeta de una feria y que, en realidad, lo que ellos tienen de ventaja
sobre el escritor de artículos es una descomunal falta del sentido del
ridículo.
Al escritor
de artículos, si nos ponemos a decir la verdad, lo que le gustaría escribir es
un manifiesto incendiario, una especie de ensayo sobre la ceguera en la que,
tomando como punto de partida el poco eco que ha tenido en la opinión pública
la renuncia de Julio Anguita a su paga como ex-parlamentario y la nula reacción
de la gente ante paradojas como que la señora Pajin o la Cospedal se embolsen
tres sueldazos públicos mientras anuncian recortes esenciales, se concluyera
que somos ciegos y sordos guiados por locos avarientos. Pero, no sé, me da
cosa. Seguro que eso ya otros lo han escrito con más tino.
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