Los horrores de la guerra, de Bernard Buffet
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Con
qué material construiremos la barca que nos lleve en un soplo desde
Ítaca a Troya, pregunta a su maestro el joven Ulises en una novela
de Cunqueiro. Y el maestro, ágil, responde: de palabras. Siempre,
desde Homero a Cunqueiro, vivir fue un viaje. Los más sabios, o
quizás los menos arrogantes, concluyeron que el viaje es tan breve y
los misterios tantos que emprendes la odisea con las alforjas en
blanco y en blanco llegas al final de tus días. Malo es cuando
confundes tus certezas con el puerto de llegada, pero peor cuando
obligas a los demás a que comulguen con tus convicciones.
A
mí, por lo pronto, me basta para alejarme de cualquier creencia el
hecho de que anteponga a la felicidad del hombre en esta Tierra y en
este cuerpo, efímero pero conocido, una felicidad eterna en un más
allá que nadie ha visto. Tan monstruosas me resultan las filosofías
que sueñan con un superhombre como las religiones que imaginan un
supuerdiós desprovisto de humor y que castiga las flaquezas humanas
con hogueras, lapidaciones, guerras santas, miserias sin cuento. Si
hasta los científicos que creían tener alguna respuesta en el Big
Bang han descubierto galaxias que contradicen sus teorías, cómo no
vamos a dudar de las fantasmagorías que escribieron unos pastores de
cabras hace un puñado de siglos.
Me
repugna la idea de llamar santo a un libro. Un libro es solo un
puñado de palabras que cobran valor si las convertimos en remo, en
instrumento de auxilio para nuestro viaje. Da igual una
Biblia que una Constitución. Si no se ajustan a nuestro bienestar,
lo que hay que cambiar son los libros. Vivir es un viaje hacia
ninguna parte donde las creencias son solo otro escollo. Desde Ítaca
a uno mismo solo se llega con palabras flexibles. No tenemos más, y
debería bastarnos.
Contraportada del periódico Extremadura, 22 de sept. 2012
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