Cayó el telón sobre la 62 edición
del Festival de teatro clásico de Mérida. Tantas funciones, tanto esfuerzo,
tantos nervios, y estoy por asegurar que el galardón más valioso que se han
llevado a casa actores, directores, músicos, técnicos y escritores, será el
aplauso que el público haya obsequiado a sus respectivas obras. Un teatro
unánimemente puesto en pie para aplaudir una función divertida o un drama
emocionante es el mayor premio que recibe un artista, sea cual sea su
modalidad. Pero es que el público mismo, envuelto en la magia de ese aplauso
colectivo, se siente partícipe de un rito superior al espectáculo en sí. Un
rito sentimental, sobrecogedor, y antiguo. Pero, ¿cuánto de antiguo?
El acto en sí de festejar con
ruidos un hecho o a una persona loable es tan antiguo como la misma humanidad,
y es imposible determinar su nacimiento y origen. Lo que sí sabemos es que la
palabra ovación proviene del término latino ovatio, y que Corominas la define
como “triunfo menor, que concedían los romanos por una victoria de no mucha
consideración”, mientras que aplaudir tiene su origen en la voz latina
applaudere, derivado de plaudere, que significaba 'golpear'. Pero, ¿golpear
qué? Al decir de muchos expertos, applaudere señala el acto individual de
golpear con afecto y mimo las espaldas del que se quiere agasajar o agradecer
un acto loable. Así, pues, el aplauso sería la culminación de una metáfora, un
modo ingenioso y poético de suplir con la propia mano las espaldas del
agasajado. Por otro lado, es el homenaje individual convertido ya en premio
colectivo y atronador.
En el mundo presente, tan
virtual, a la sonoridad de los aplausos se la suple muchas veces por el número
de likes, retweets, seguidores, etc., pero el efecto que se persigue es el
mismo: la aprobación, el reconocimiento ajeno, aunque sea un reconocimiento
efímero, intrascendente y, sobre todo, silencioso. Porque lo que caracteriza
al aplauso es el ruido.
El sonido de dos manos
aplaudiendo es muy semejante al del entrechocar de dos tablas o dos piedras
secas, de ahí que los romanos distinguieran dos tipos de aplauso, el que se
hacía con las manos ahuecadas a modo de teja acanalada o imbrex, y el que se
realizaba con las palmas planas a modo de teja lisa o testa.
A pesar de lo dicho, en español,
aunque aplaudir era hacer ruido, esto no significaba que estuviera producido
exclusivamente por el batir de palmas. En 1427-1428 en la Traducción y glosas
de la Eneida, de Enrique de Villena, encontramos la definición más antigua que
del término tenemos en castellano: “E por significar cuánto loor meresçe
d'esto, puso aquella palabra aplauso, que significa loor concorde de todos con
batimiento de manos e gritos alegres e loores habundosos”. Y aún en 1726,
Autoridades define la palabra aplaudir como “celebrar con palabras, u
demostraciones exteriores de júbilo, como son saltos, palmadas y otras señales,
alguna cosa, aprobándola y alabándola”.
Para que aplaudir constriñera y
especializara su significado tuvo que ocurrir un hecho extraordinario. Y
sucedió en la Francia de 1820. Se sabe que ese año algún empresario teatral
tuvo la genial idea de contratar a un grupo de individuos y darles la consigna
de que al final de la obra aplaudieran de tal modo que sus palmas y vítores
silenciasen cualquier crítica, pusieran al resto del público a su favor y así
convertir, por la vía rápida, una función incierta en una función de éxito. A
estos tipos se les llamó claqué. En pocos años el método de claqué había
triunfado por toda Europa. Se ve reflejado en la definición que Gaspar y Roig
hacen de la palabra aplaudir en su diccionario de 1853: golpear una mano con
otra en señal de aprobación. La Academia esperaría hasta 1884, pero acabó por
aceptar lo que ya todo el mundo sabía, que aplaudir consistía solo en
“palmotear en señal de aprobación o entusiasmo”.
El aplauso más largo del que se
tiene constancia es el recibido en 1991 por Plácido Domingo en Venecia por su
interpretación de Otello, de Verdi. Fue un aplauso de una hora y veinte
minutos, durante los cuales Plácido tuvo que salir a saludar al público en 101
ocasiones.
En lo que concierne al teatro
español, el aplauso más clamoroso del que se tiene constancia es el que dice
Mariano José de Larra haber presenciado en el estreno de El Trovador, drama
escrito por Antonio García Gutiérrez, y puesto en escena el 2 de marzo de 1836.
Fue un éxito de tal magnitud que, una vez retirado de escena los actores y
bajado ya definitivamente el telón, el público permaneció en pie y pidió a
gritos la presencia del autor, algo inaudito hasta entonces. Larra lo cuenta
así: “sólo nos resta hacer mención de una novedad introducida por el público en
nuestros teatros: los espectadores pidieron a voces que saliese el autor;
levantose el telón y el modesto ingenio apareció para recoger numerosos bravos y
nuevas señales de aprobación. En un país donde la literatura apenas tiene más
premio que la gloria, sea ése siquiera lo más lato posible; acostumbrémonos a
honrar públicamente el talento, que ésa es la primera protección que puede
dispensarle un pueblo, y ésa la única también que no pueden los gobiernos
arrebatarle”.
Aquella fue una fecha inaugural. Jamás un Cervantes, un Lope
de Vega ni un Calderón se subieron a un escenario a recibir los aplausos del
público. Solo desde aquella memorable función de El Trovador a los autores
teatrales se les permite el día del estreno subir a las tablas acompañando al
director y a los actores a recoger su nutricia ración de metafóricos y sonoros
golpecitos en las espaldas. Después, a solas con los likes, los retwees, y el
silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario