En enero de 1918 se reunió un jurado en la
Corte de Moscú para enjuiciar a Dios. Después de cinco horas de profundas
deliberaciones, con testigos de cargo, fiscal y abogado defensor, se le condenó
a morir fusilado, por enemigo del pueblo y por genocida. Presidió el tribunal
un intelectual de solvencia, el escritor Vasilievich Lunacharscki, que firmó
una insólita sentencia: Dios debía morir al amanecer de la mañana siguiente. Y
así se hizo. El 17 de enero, a las seis y media de la mañana, un pelotón de
fusilamiento disparó cinco ráfagas contra el cielo de Moscú y se dio por
zanjado el asunto.
Muchos historiadores han tachado este
gesto de patochada, pero qué gesto no lo es. Lenin y Lunacharscki, supongo yo, pretendían
demostrar que la civilización tiene resortes para que todo el mundo se
defienda, incluso Dios, quien, por cierto, no se presentó y hubo de ser juzgado
en rebeldía. Dios, como el rey Juan Carlos, es una vieja metáfora a la
que hay que agradecer los servicios prestados y jubilarla y olvidarla.
La civilización se fundamenta en
metáforas. Ella misma es una metáfora. Pero, cuando nos olvidamos de que las
metáforas son solo resortes de nuestra imaginación, acaban convirtiéndose
en laberinto que pare monstruos. De esto hablábamos meses atrás mi mujer
y yo en una vieja iglesia holandesa reconvertida en restaurante. En Holanda, en
toda Europa, se cierran cada año centenares de templos por falta de
fieles y acaban transformados en museos, bares, restaurantes, salas de
conciertos. Este es el destino natural de una iglesia en un mundo civilizado,
pensábamos. Sin embargo, al abandonar cualquier ciudad de Holanda, lo que se ve
son enormes mezquitas recién construidas y otras tantas en proceso. Es como si
hubiéramos sustituidos a la metáfora del viejo Dios por la de la moderna
Tolerancia. Y hay cosas con las que no se puede ser tolerante. Cerrar una
iglesia debería ser el símbolo de que se está cerrando la vieja metáfora de la
religión, y de que toda religión debería ser privada y de puertas
adentro. Todas.
Hay una tradición africana que cuenta la
historia de un dios que se coloca cada mañana un sombrero azul por un lado y
rojo por otro y se dedica a pasear por los caminos para confundir a los hombres.
Unos dicen “hay que adorar al dios del sombre rojo”; y los otros, “de eso nada,
el único dios verdadero es del sombrero azul”, según desde qué lado del camino
les pillara. Y así se divierte la criatura, creando conflictos y guerras. He
ahí una idea cabal de entender a dios como metáfora. Dios como fuente de
conflicto. Eso no significa que uno no pueda tener sus propias ideas sobre el
más allá, conservar ritos y adorar a lo que le venga en gana adorar. Pero en su
casa.
A la civilización le conviene, de vez en
cuando, hacerle un Lunacharscki, repudiar las manifestaciones religiosas
públicas y condenar a Dios a un fusilamiento metafórico. De otro modo,
dejaremos que vengan otros dioses y otras metáforas a imponer sus credenciales.
Y ya han demostrado que sus dioses serán metáforas pero sus balas son
reales.
Publicado en el diario HOY el sábado 10 de enero de 2014
Certero juicio.Atinado.Pedazo escritor.Saludos.
ResponderEliminarLo que muchos pensamos pero muy bien escrito
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