quédese con el cambio: MAÑANA, EN EL RASTRO, PIENSA EN MÍ

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sábado, 12 de abril de 2014

MAÑANA, EN EL RASTRO, PIENSA EN MÍ


La madera verde era la preferida de los que quemaban brujas y herejes. Arde despacio, y eso propicia el arrepentimiento y el espectáculo. Dicen que el propio Calvino eligió leño a leño la pira donde debía arder Miguel Servet. Troncos frescos, reventones de savia. “Con el dinero que me habéis robado, bien podríais gastar algo más en leña seca”, gritaba Servet desde lo alto de la candela.
Pienso en esto un domingo por la mañana, mientras camino por los callejones del  Rastro de Madrid. Y es que también el Rastro parece estar hecho de leña verde. El tiempo arde despacio por estos callejones. En sus tenderetes hay una confusión barroca de géneros y de tiempos. Y en cada chiringuito, una jauría de gente buscando entre los escombros un tesoro rentable. Y a los costados de casi todos los quiosquillos, tirados de cualquier manera, sobre una loneta de plástico, los libros, las revistas, los periódicos de otras épocas. Uno de los dependientes, en un gesto de generosidad y arrojo, ha colgado un cartel que dice que por la compra de un lote de bragas te puedes llevar un libro gratis.
Contrasta esta desidia hacia la palabra escrita con el miramiento con el que los vendedores vigilan las griferías y las gafas de marca falsa. Se diría que los libros están aquí para cubrir un cupo político o para que el personal no se embarre los zapatos. La gente pasa por encima de los libros con menos miramientos que Esperanza Aguirre sobre una zona azul. A mi lado, una mujer desencuaderna a pisotones una revista. Siento unas ganas locas de gritar: señora, que está usted pisoteando a Pessoa; pero me contengo porque no estoy loco ni ciego, veo la pericia de sus dedos rapiñadores y no tengo ganas de ganarme un bolsazo.
El otro día, en la presentación de su libro sobre Pilatos, me lo decía Tamayo: menuda gilipollez esta de perder el tiempo escribiendo con la de cosas que puede hacer uno por ahí fuera. Totalmente de acuerdo. Escribir, si no es un oficio es un suplicio. Y, para más inri, un suplicio que uno se inflige con propia mano. El caso es que, ese domingo, en el Rastro, levanté con pena uno de los libros heridos y le fui contando a mi hijo la historia de Pessoa, de Bolaño, de Toole, de todos esos que vivieron la literatura como quien vive una religión extraña, con muchos apóstoles, muchos profetas y poco paraíso. Le hablo de esta gente, algo rara y bastante ilusa, capaz de vender su vida y su alegría por un afán de gloria que a fin de cuentas se traduce en esto, en venir a parar a los pies de una señora que empuja a otras señoras por conseguir unas bragas fuera de temporada. ¿Pero fueron felices?, me pregunta mi hijo. Y yo qué sé. Supongo que a su manera. La tristeza es otro modo de felicidad.  Es una religión que a mí me resulta tan ajena y tan grotesca como cualquier otra. Escribir es escribir siempre sobre hojas verdes. Puede que el tiempo se demore un poco más en devorar tus palabras, pero el resultado es invariablemente el mismo: el olvido o la suela de un zapato. 

Publicado en el diario HOY el sábado 12 de abril de 2014

1 comentario:

  1. Las historias a veces nos crecen como enanos... otras nos huyen y se esconden es esos mismos personajes... Unos reales, otros ficticios, temporales o decrépitos en el tiempo y lo anales de las horas... Da igual Florián... Las palabras no buscan moneda en boca, para pasar o pagar el precio y estar en la buena vida de los pretores romanos... Ellas son quienes nos poseen con su verdades y mentiras, las que al final serán quienes no hagan el amor entre un sí y un no... Pero al final no poseerán de todas a todas y de igual forma. Gracias por este árticulo

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