Uno no puede verse a sí mismo el
rostro, dice Bruto en el Julio César de Shakespeare, sino mediante la
refracción, es decir, expresado en otros objetos. Justo eso es el teatro, el
espejo donde los hombres pueden contemplar su propio rostro. Por eso a veces el
teatro provoca regocijo, porque nos retrata con el gesto cómico de los seres
patéticos que mueven a risa. En otras nos pilla con el ademán trágico de
quienes se sublevan contra su condición de comparsa de los dioses, que es como
llamamos desde antiguo al azar y a lo desconocido. Pero siempre, siempre, nos
saca con la alta dignidad de quienes han sabido hacer de su carne efímera una
obra de arte.
El teatro es un espejo. Nos dice:
esto somos, esto eres. Y lo que nos muestra no es siempre como para tirar
cohetes. Qué le vamos a hacer. Tan torpes y desmañados somos que confundimos
vanidad con dignidad y vamos tropezando una y otra vez en la misma piedra del
sálvese quien pueda que, por lo general, viene siendo el más zorro y el más
canalla.
No obstante, si tienes la fortuna
de contemplar esta imagen reflejada en la atmósfera desnuda del Teatro Romano
de Mérida, bajo ese cielo inmenso que empequeñece a los soberbios, y sentado
frente a esas piedras que son historia que habla a la conciencia de los sensatos,
uno, a poco que tenga dos dedos de sensibilidad y una cucharada de cordura,
aunque sea una cuchara de las de moka, tiene el pálpito de estar ante un
retrato colectivo del que gusta formar parte. Es algo que se hace tangible en
la emoción de los aplausos espontáneos pero, sobre todo, en los subyugantes
silencios compartidos. Entonces es cuando mejor se escucha la voz del teatro
diciéndote: esto somos, esto eres. Ni
dioses, ni héroes, ni bufones. Solo hombres buscando su rostro en un espejo.
Publicado en el Periódico Extremadura el sábado 27 de julio del 2013
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