quédese con el cambio: ISPANSI: Amor, guerra, memoria y condones.

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miércoles, 4 de mayo de 2011

ISPANSI: Amor, guerra, memoria y condones.



Ayer estuve viendo Ispansi, de Carlos Iglesias. Me gusta este hombre. Su humor es melancólico, con un tono de sarcasmo y triste ironía que, no sé por qué, me recuerda a los viejos chistes de Gila. Es el humor de la impotencia, de los descreídos.

Me gusta por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, aunque, sinceramente, me gustó más como lo contó en su anterior película, Un franco catorce pesetas: me pareció más natural, más emotiva, más certera. En Ispansi está muy vivo el afán por estremecer, demasiado evidente. El guión es duro y hace sangre donde debe hacerlo: en los desgarros que la guerra provocó en ambos lados del corazón, en la animalidad humana, en cómo el rencor vuelve pedernal las entrañas; pero tiene, a mi parecer, altibajos que restan interés a la película. Y, con todo, la recomiendo. Cuenta cosas interesantes y de modo interesante. Ojalá que Carlos Iglesias siga creciendo en sus próximas entregas, porque, a mi gusto, es de los pocos que tiene el talento suficiente para aportar algo nuevo al cine español. Ya se verá.
El caso es que en Ispansi -que es una historia de exiliados, de niños de la guerra, de tipos de la División Azul, del amor entre enemigos, de perdón y de venganza-, aparece una mujer, Piedad, una buena mujer, que dice ser de Almendralejo, Badajoz, mi pueblo. Un bonito homenaje que, seguramente, tendrá en la historia del director su razón de ser.
La película acaba cuando muere Franco. Por aquella época yo recién estrenaba la adolescencia y, como buen adolescente, renegaba de las historias de la guerra. Me aburrían las historietas que los viejos clientes del bar de mi padre contaban una y otra vez. En fin, que no les hacía ni puñetero caso. Y, ahora que ya no tiene remedio, me arrepiento de no haber prestado más atención. Porque allí, en aquella pequeña taberna, había tipos que perdieron los dedos de un pie sirviendo en la División Azul, tipos que habían sobrevivido a los pelotones de fusilamiento y tipos que habían formado parte en los pelotones de fusilamiento. Decenas de historias que hoy daría cualquier cosa por volver a escuchar.
En mi barrio, por ejemplo, vivía una mujer que había montado a uno de sus hijos en un tren de esos de los que Carlos Iglesias habla en su película. Le dijeron que solo sería una temporada, hasta que el conflicto terminase, pero Rusia cerró sus fronteras y ya nadie pudo abrir aquellas puertas, ni siquiera los ruegos y las lágrimas de una madre. Pasaron treinta años y la madre no podía ver a su hijo. Y, ya muy anciana y a punto de morir, consiguió, por mediación de la embajada y de la prensa internacional, un pase para cruzar la frontera y ver a su hijo. Fue la primera española -tal vez la primera europea- que cruzaba la famosa frontera rusa y lograba volver para contarlo. Aquella noticia, por supuesto, dio la vuelta al mundo. Y lo hizo una mujer de Almendralejo, de mi barrio.
Pero la historia que siempre recuerdo es la de un tipo, flaco, fumador y vicioso de cartas que había servido en la División Azul. Su historia preferida estaba relacionada con unos condones. Contaba, aunque maldito el caso que le hacía nadie, que su división, durante un desfile por Varsovia, se sublevó contra los jefes nazis del modo más extravagante que cabe imaginar: atando a la boca del fusil un condón inflado como un globo. Eran, según decía él, diez mil soldados españoles cabreados porque a última hora le habían anulado un permiso para irse a la ciudad a buscar mujeres. Aquella historia, a mis catorce años, me sonaba a brutalidad, a fanfarronería o, en el mejor de los casos, a cuento de guerra. Pero, un día, muchos años después, cayó en mis manos el Diario de Ciano, el yerno de Mussolini, y leí, en su entrada del 24 de noviembre de 1941:

"Un episodio divertido. La División Azul de los españoles es buena, pero indisciplinada e inquieta. Sufren el frió y quieren mujeres. A ellos la píldora antierótica, tan eficaz para los alemanes, no les produce el menor efecto. Después de muchas protestas, el mando alemán les autorizó para ir a un burdel y entregó a cada uno un preservativo. Llegó más tarde una contraorden: nada de contactos con mujeres. Y los españoles, en señal de protesta, hincharon los preservativos y los ataron en lo alto del fusil. Y así fue como, un día, en los suburbios de Varsovia, se vieron desfilar diez mil preservativos llevados por los legionarios españoles".

De modo que era verdad. Uno, al menos, de aquellos diez mil soldados era de Almendralejo, de mi barrio. La intrahistoria del siglo XX jugando al dominó justo delante de mis narices y yo mirando para otro lado. Así es la adolescencia. Pero hay días en que aún lo siento  refunfuñar en mi memoria e, incluso, de vez en cuando, hasta recuerdo su bigote recortado, su olor a tabaco negro, su medio risa de conejo y su modo particular de concluir  su aventura de los condones de Varsovia: ¡que le den por culo a los alemanes!
Eran otros tiempos. Pero hace bien Carlos Iglesias en remozarlos, en darle homenaje a estas gentes anónimas que, con mucho, son lo mejor de nuestra historia.

2 comentarios:

  1. Olé tu barrio y olé nuestro pueblo.
    Creo que la mujer de Carlos Iglesias es paisana nuestra y que pasan algunas veces por aquí.
    Te leo siempre que puedo y en todos los formatos!

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  2. gracias, krugius, por pasarte por aquí. Este Carlos Iglesias es uno de esos tipos a los que me gustaría conocer, tomar una caña, charlar un rato: me cae simpático. Una vez lo vi en Madrid, en un garito y si no fuera por esta estúpida cosa de la timidez, le habría dicho cualquier cosa. Otra vez será. Un abrazo

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