quédese con el cambio: JOSE SARAMAGO: EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS

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miércoles, 20 de abril de 2011

JOSE SARAMAGO: EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS




 Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Aquí empieza la literatura y se acota a la vida, que la vida es acción y la literatura reflexión; vivir es escoger, frente a la introspección que significa literaturizar.
El mar, entonces, se convierte en la posibilidad de huir, aunque sea una huida hacia atrás, hacia el regreso; la tierra, sin embargo, simboliza el fin de los sueños, el poner los pies en el suelo de los materialistas, la cárcel donde el cuerpo se pudre y el alma se hastía. Y esto es El año de la muerte de Ricardo Reis: un largo peregrinaje por el mundo de la reflexión, la radiografía del alma de un poeta, la excusa elegida por Saramago para desmenuzar el entorno que le rodea, que nos rodea desde siempre. Por ello, lo de menos es la acción, el argumento, el anecdotario por el que deambula el protagonista, el desmenuzar minucioso de una acción menor donde se trisca, se rumian los gestos de una burguesía asustada y tambaleante. Todo ello encuadrado en un género antiguo y enfermo como la novela, pero renovado con los afeites sabios de quien sabe que tras una obra de arte siempre se esconde una tragedia, aunque sea la tragedia de un heterónimo

Lo fascinante, entonces, es descubrir en estas quinientas páginas a un Reis convertido en Pessoa, a un Pessoa transmutado en Saramago, a un Saramago trascendido, clásico. Clásica en el sentido de obra que supera a sus personajes, a la época que los enmarca, al lenguaje que los limita y los define: qué importa Marcenda y su mano seca, Lidia, su amor resignado y su hermano anarquista, Salvador, el conserje del Hotel Braganca, todo el Hotel entero, toda esa Lisboa melancólico por donde vagabundea Pessoa, convertido ya en fantasma de sí mismo, bajo la mirada de piedra de un Camoes olvidado e inútil. Todo carece de importancia, como carece de importancia un simple hilo en un precioso tapiz; sin embargo, si tiramos de él...
El año de la muerte de Ricardo Reis no es una novela, es un manual de melancolía, un prontuario de saudade. Los personajes están condenados desde el principio a una vida gris. Son almas mezquinas, sin pretensiones de grandeza, dañinas y asustadizas, pero incapacitadas para el mal. Gente común, enfermos de burguesía. “Sólo la esperanza, nada más, se llega a un punto en que no hay nada más que la esperanza, y entonces descubrimos que aún lo tenemos todo” le dice Reis a Marcenda en un momento de confesión. Mas, esperanza para qué. Qué es lo que hay que esperar y de quién: la civilización es un monstruo goyesco que devora a sus hijos, el individuo un ser desamparado y enfermo, la poesía un crucigrama de burgueses ociosos, el arte vanidad que limpiará el tiempo. Esperanza, entonces, para qué. 
 
Ricardo Reis siente que “todo su cuerpo es fatiga, frustración, ganas de hundirse” y se va a Fátima como un ser doble, como heterónimo repetido, multiplicado por el hastío y la lucidez. Lo que busca el poeta en Fátima no es el milagro que dé vida a la mano muerta de Marcenda, sino el milagro imposible de poner pasión en su vida, ganas de enamorarse, ser amado y capacidad de amar. Ahogar entre la multitud a esa fatiga que lo asfixia y lo comprime. El poeta sueña que entre la legión de Ricardos Reis hay uno facultado para olvidarse de sí, obsesionarse en un punto, en un rostro, en otra realidad, que no otra cosa es el amor. Pero eso sería mayor milagro que lograr que la sangre fluya por un brazo dormido. Y no hubo milagro. Es imposible, todos los personajes son bolas de billar que se encuentran, se rozan y se alejan los unos de los otros sin llegar a entenderse, sin redención posible. He aquí la verdadera grandeza de Saramago, componer un elegante muestrario de soledades en una selva civilizada y burguesa. Sin embargo, no hay mayor tragedia que la de quien llega a comprender ese misterio, alguien como Reis “ un hombre sosegado, alguien que se ha sentado a la orilla del río a ver pasar lo que el río lleva, tal vez a la espera de verse a sí mismo pasar en la corriente”.
Qué cerca este Saramago de aquel Ionesco que confesaba en su Diario: “ habría podido hacer cosas, habría podido tener tantas realizaciones si la fatiga, una inconcebible, enorme fatiga, no me hubiese postrado desde hace unos quince años, o incluso desde hace mucho más tiempo. Una fatiga que me ha impedido trabajar, pero también descansar, pero también gozar de la vida y regocijarme, y también pararme, y que también me ha impedido volverme más, como hubiese querido, hacia los demás, en lugar de ser el prisionero de mí mismo, es decir, de mi fatiga (...) Y yo sé, cada vez mejor, cual es la razón de este agotamiento: es la duda, es la eterna pregunta ¿para qué? enraizada en mi espíritu desde siempre, que no puedo desalojar.”
Esta fatiga que da el no creer en nada, el agotamiento crónico de quien ve la vida como un esfuerzo ridículo y valdío, hermanan al Reis de Saramago con Ionesco.  
Ricardo Reis le confiesa a Pessoa : “no recuerdo haberme sentido verdaderamente útil, creo incluso que ésa es la verdadera soledad, no sentirnos útiles.” Y es de esa tragedia – de la inutilidad de nuestros actos- de donde nace la soledad del hombre. Soledad más dolorosa al comprender que no hay un dios a quien rendir cuentas; que, haga lo que haga, el tiempo y la muerte acaban burlándose del hombre; soledad más patética al reconocer que la Humanidad, la Historia, son una mera anécdota en el libro del universo. Entonces, para qué tanto esfuerzo, para qué los afanes, el sufrimiento. Para nada. Esa es la tragedia, y de ahí nace el arte. Crear por el simple hecho de no estar quieto y, en el movimiento, olvidar esa otra muerte que es sentirse nada.

1 comentario:

  1. Estoy leyendo este libro ahora mismo, y no consigo encontrar el orden en mi mente para organizar todo lo que transmite. Seguramente será difícil escribir sobre una obra majestosa, en extensión y contenido.

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