Tanta música, tantos recuerdos, tantas noches de fiesta y de melancolía. Y me temo que a la vuelta de unos años, no demasiados, de aquella legión de cantores que pusieron banda sonora a mi vida entre los setenta y los noventa sólo quedará memoria de Serrat y de Sabina. De los otros - ay de mi Pablo Guerrero, de Humet, Hilario Camacho y Amancio Prada- habrá una canción, un estribillo, una anécdota, pero acudir a Serrat o a Sabina será como acudir al viejo Romancero, a las letrillas de Lope: destapar el tarro de los aromas de generaciones viejas.
Y el caso es que el uno y el otro no podían ser más diferente, en el fondo y en la forma. Entre ellos hay la distancia que separa la inocencia del desencanto. Justo ahí es donde veo yo el genio de estos dos cantantes. A su modo, cada uno ha versificado la sustancia del tiempo que les tocó vivir.
Serrat es el cantor del amor becqueriano, el hermano mayor que nos enseñaba a hurgar en libros de doble lectura, un novio que se resignaba a devolver a su chica antes de que den las diez, y que luego aplicó la misma templanza para educar a los locos bajitos que le iban naciendo; Serrat fue un revolucionario sensato, quizá porque pertenece a una época en la que tampoco se consentían demasiadas estridencias.
Lo de Sabina es otro cantar. Siendo como es un altísimo poeta de lo cotidiano, nadie lo querría por yerno, ni siquiera de vecino. Como artista es una alondra urbana, el cantor del amor mercenario, trovador del vicio y el desencanto. Sabina recoge en sus canciones la espuma de una generación ya esquilmada de ilusiones, el hastío de quienes malviven en el corazón de ciudades que no entienden de piedad ni ternura.
Si Serrat quebraba su voz como un hielo al clarear, lo hacía por un amor aprendido en los libros de Machado y de Hernández; pero a Sabina la voz sólo se la quiebran los excesos y con ellos se ha ido ganando la palma del poeta del tedio, los laureles del genio de la perversión que igual atina a ensalzar a la confusa Magdalena de un burdel de carretera que al vomitivo Torrente o al ladrón de un furgón blindado. Sabina, en cualquier caso, es el notario lírico de los tiempos que corren, y aunque él habría preferido embucharse en la vitola de un poeta maldito --y por eso tal vez persiste en su pose de niño terrible de juglaría--, la vida le ha llevado por otros derroteros, y lo ha condenado al éxito.
Si Serrat quebraba su voz como un hielo al clarear, lo hacía por un amor aprendido en los libros de Machado y de Hernández; pero a Sabina la voz sólo se la quiebran los excesos y con ellos se ha ido ganando la palma del poeta del tedio, los laureles del genio de la perversión que igual atina a ensalzar a la confusa Magdalena de un burdel de carretera que al vomitivo Torrente o al ladrón de un furgón blindado. Sabina, en cualquier caso, es el notario lírico de los tiempos que corren, y aunque él habría preferido embucharse en la vitola de un poeta maldito --y por eso tal vez persiste en su pose de niño terrible de juglaría--, la vida le ha llevado por otros derroteros, y lo ha condenado al éxito.
Yo me confieso admirador de ambos por igual, aunque, puestos a elegir, disculpen que me quede con Serrat: seguro que es sólo por cuestiones generacionales. La voz de Serrat me lleva al paraíso de mis años más amables, a las primeras copas en vaso largo, a una noche y a un parque y a los labios de una mujer que, con ser una bella historia de amor, nunca se llamó Lucía. Son los años en que nuestras vidas atravesaban los primeros umbrales de una transición que prometía milagros a la vuelta de cada esquina, y al doblarla sólo encontramos butroneros.
Los versos de Sabina, sin embargo, saben ya a tabaco y a preservativo; sus canciones son las que se escriben con el corazón amojamado, con la pluma aún chorreante de lágrimas que le brotan a los espejos traicionados o cuando ya apenas si quedan secretos en las cajoneras del entendimiento.
Muchas veces he pensado que si yo fuera Fausto o Dorian Gray, sólo vendería mi alma a cambio del talento de cualquiera de estos dos poetas de lo cotidiano; pero siempre que lo intento o ha salido ya el tranvía o las musas han pasado de mí.
que bonita reflexión. Yo, no se si por edad o por convencimiento, me identifico con los dos. Serrat supuso para mi conocer la reflexión hecha canción, y en mi época de estudiante como todos rebelde, la canción en catalán, lengua que uso cotidianamente ahora pero no en esa época...
ResponderEliminarSabina, como bien apuntas, es la parte golfa de todos pero con un sabor agridulce, con una reflexión sabia y no surgida sólo del cubata y la musica de sábado...
FELICIDADES, un post muy bueno.
Así no hay quién venza el insomnio, Maestro Florián:
ResponderEliminarfue sin querer, no te busqué... me dieron las diez y las once, las doce, y la una y las dos y las tres... paseando por la calle melancolía...quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa...
¡Mientras leo tu blog, claro!
Bárbara la entrada. Felicidades.
Buenísimos.....buenísima reflexión.
ResponderEliminarQue linda reflexión! Antenoche vi a Sabina en el estadio Luna Park en Buenos Aires, y me emocionó ver al hombre en el escenario, que el mismo dejó subir porque en muchos momentos, esos donde se lo veia por la pantalla gigante con los ojos a punto de lagrimear, se sacaba el bombin.
ResponderEliminarGeneracionalmente podria identificarme más con Sabina, pero la verdad es que tal como vos los describis, los dos forman por igual parte de mi vida: la vida de Serrat, esa rebeldia sensata me es más cercana que la vida de excesos de Joaquin; aunque la poesia de Joaquin, su culto a la amistad, su devorar libros, su respeto por los otros y su generosidad para que los que lo rodean brillen, son faros para la vida propia también.
Precioso tu relato!
Un abrazo desde Buenos Aires,
Cris M
Ambos, porque Lucía soy yo, y Sabina es mío, como todo el mundo sabe y calla.
ResponderEliminar