Fuegos del solsticio estival: la época del año en que estas fiestas de
fuego se han celebrado más generalmente en Europa es el solsticio de verano, en
la víspera (23 de junio) o el día del solsticio (24 de junio). Se le ha dado un
ligero tinte de cristianismo llamándole día de San Juan Bautista, pero no puede
dudarse de que esta celebración data de una época muy anterior al comienzo de
nuestra era.
El solsticio estival, o el día solsticio, es el gran momento del
curso solar en el que, tras de ir subiendo día tras día por el cielo, el
luminar se para y desde entonces retrocede sobre sus pasos en el camino
celeste. Este momento no pudo menos de ser considerado con ansiedad por el
hombre primitivo tan pronto como comenzó a observar y ponderar las carreras de
las grandes luminarias por la bóveda celeste; teniendo todavía que aprender a
darse cuenta de su impotencia ante los inmensos cambios cíclicos de la naturaleza,
pudo soñar en ayudar al sol en su aparente decaimiento; que podría sostener en
sus desfallecientes pasos y reencender la llama moribunda de la rojiza lámpara
en sus manos débiles.
Algo así debieron ser los pensamientos que quizá dieron
origen a estos festivales solsticiales de nuestros campesinos europeos.
Cualquiera que haya sido su origen, han
prevalecido sobre esta cuarta parte del mundo, desde Irlanda al
occidente, hasta Rusia al oriente y desde Noruega y Suecia al septentrión,
hasta España y Grecia al mediodía. Según un escritor medieval, los tres grandes
rasgos de la celebración del solsticio estival fueron las hogueras, la
procesión de antorchas por los campos y la costumbre de echar a rodar una
rueda.
Nos cuentan que los muchachos quemaban huesos y basuras de varias clases
para hacer un humo hediondo y que el humo ahuyentaba ciertos dragones
perniciosos que en esta época del año, excitados por el calor del verano,
copulaban en el aire y envenenaban los pozos y los ríos al caer en ellos su
semen; también explican la costumbre de rodar una rueda, para significar que el
sol tras de alcanzar su altura máxima en la elíptica empezaba a descender de
allí en adelante. (...) Muchos labradores en ese día apagaban la lumbre de su
hogar y lo volvían a encender por medio de tizones y brasas cogidos de la
hoguera del solsticio de verano. La gente juzgaba de la altura a que crecería
el lino aquel año por la altura a que se elevasen las llamas de la hoguera; y
todo el que saltase por encima de la pira en llamas no padecería de los riñones
cuando segase la mies en la recolección.
Fragmento de La Rama Dorada, de James George Frazer
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