Cayó el telón sobre la 62 edición
del Festival de teatro clásico de Mérida. Tantas funciones, tanto esfuerzo,
tantos nervios, y estoy por asegurar que el galardón más valioso que se han
llevado a casa actores, directores, músicos, técnicos y escritores, será el
aplauso que el público haya obsequiado a sus respectivas obras. Un teatro
unánimemente puesto en pie para aplaudir una función divertida o un drama
emocionante es el mayor premio que recibe un artista, sea cual sea su
modalidad. Pero es que el público mismo, envuelto en la magia de ese aplauso
colectivo, se siente partícipe de un rito superior al espectáculo en sí. Un
rito sentimental, sobrecogedor, y antiguo. Pero, ¿cuánto de antiguo?
El acto en sí de festejar con
ruidos un hecho o a una persona loable es tan antiguo como la misma humanidad,
y es imposible determinar su nacimiento y origen. Lo que sí sabemos es que la
palabra ovación proviene del término latino ovatio, y que Corominas la define
como “triunfo menor, que concedían los romanos por una victoria de no mucha
consideración”, mientras que aplaudir tiene su origen en la voz latina
applaudere, derivado de plaudere, que significaba 'golpear'. Pero, ¿golpear
qué? Al decir de muchos expertos, applaudere señala el acto individual de
golpear con afecto y mimo las espaldas del que se quiere agasajar o agradecer
un acto loable. Así, pues, el aplauso sería la culminación de una metáfora, un
modo ingenioso y poético de suplir con la propia mano las espaldas del
agasajado. Por otro lado, es el homenaje individual convertido ya en premio
colectivo y atronador.