Dicen que el hombre es un animal racional. Tururú. El hombre es por naturaleza un animal imaginativo. Que me explique alguien qué tienen de razonable el dinero, las fronteras, las religiones, el capitalismo, el comunismo, las guerras y los programas de Jorge Javier Vázquez. La que sí es un animal racional y aburrido es la Naturaleza, que para que una manzana se le caiga de un árbol necesita que alguien le monte una fuerza gravitatoria. Así cualquiera. A nosotros se nos cae una manzana o un sistema económico y se lo achacamos a la herencia recibida o a lo malo que está todo. En lo que nunca vamos a incurrir es en la vulgaridad de refugiarnos en la razón. Con la razón en la mano no habría ni hambre ni guerras ni Putin enseñando pectorales en las aguas del Ártico. Un aburrimiento. A nosotros nos va más sacar del inagotable fondo de armario de nuestra fantasía unos designios divinos con los que justificar que la mitad de la humanidad se vea obligada a saltar las vallas del hambre que le impone la otra mitad antes que inventar un sistema razonable de convivencia. Admitámoslo, somos más de racionamiento que de raciocinio. Y no es una anomalía que nos ocurra de ahora. La traemos de fábrica. Cuando los hombres primitivos se percataron de que la aurora se adentraba cada mañana por los bosques y que después de unas horas de jubiloso esplendor se la tragaba la noche para volver al día siguiente a empezar el eterno juego, no dedujeron un sistema astronómico razonable, inventaron Caperucita Roja y el lobo feroz.
Y en el campeonato de razas fantasiosas nos llevamos los españoles la copa del mundo. Nuestra historia es la de una familia muy reñida y muy choni (reinos de Castilla y Aragón) que vivía en los bajos de una comunidad (Europa), ajenos al progreso del resto de los vecinos, siendo por ello despreciados y olvidados de todos, hasta que un día nos tocó la primitiva (descubrimiento de América) y empezaron los vecinos a hacernos la pelota y nos encasquetaron como yerno a un señorito extranjero y tarambana (Felipe el Hermoso) con el que casamos a la niña (Juana la Loca) para que tuvieran un retoño (Carlos I) que nos salió bravucón y belicoso y cuyo mérito mayor consistió en dilapidar el capital familiar en una idea sublime: que todo el bloque rezara el rosario a la misma hora y en el mismo idioma, aunque fuera a hostias. Con estos mimbres, a la vuelta de un siglo estábamos otra vez en el sótano, cargados de miserias y humedades y tan chonis y despreciados de todos como al principio pero, eso sí, orgullosos de ser la reserva espiritual de occidente. Si fuéramos animales racionales, a aquella oportunidad de oro la llamaríamos Nunca mais, pero como somos imaginativos y en vez de escribir La que se nos avecina escribimos La vida es sueño, le dimos por nombre el Siglo de Oro. Tiene su mérito, hay que reconocerlo. Lo cierto es que una vez que sabes que nos gobierna la fantasía, todo duele mucho menos. Y hasta comprendes por qué tú ves a un país al que se le caen los mocos y ellos dicen que son brotes verdes.
Publicado el sábado 22 de marzo del 2014 en el diario HOY
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