Si
Narciso se asomara hoy al espejo del río no correría peligro de enamorarse de
sí mismo. No se vería. Tan turbias bajan las aguas. Donde antes brotaban
juncales sueños de esperanza ahora sólo hay descreimiento. Eso dice un estudio
publicado en la prensa española, que el número de descreídos es ya tan alto
como el de los católicos. No es que la gente ya no albergue sentimientos
religiosos, es que no sienten interés
alguno por las religiones. Siguen creyendo que debe haber algo, pero desconfían
de las multinacionales de la salvación. Vaya por Dios.
Yo, con
perdón, ante esta epidemia de descreídos, no sé qué creer. Una cosa es hacerse
agnóstico después de haber leído en conciencia a Bertrand Russell, pongamos por
caso, y otra muy distinta dejar de creer simplemente por despecho al Papa o porque
la Virgen no responde a tus perdidas. El despechado tiene todas las papeletas
para caer en manos de otra creencia religiosa, que no siempre es más sensata ni
más sociable que la que abandonó. Cambiar una iglesia por una mezquita o por
una pagoda no es precisamente un progreso intelectual.
Un
descreído religioso es como un descreído político. Un alma en pena que busca
revancha. Y la crisis, el desempleo, los bancos, los urdangarines, los
zapajoys, son a nuestra democracia lo que un obispo bujarrón es a la Iglesia. Carne
de descreimiento. Cuando días atrás aparecieron por Almendralejo reporteros en
busca de fotos de la boda de Letizia, que ya son ganas, escuché a un tipo
decir, ojalá esas fotos llevasen a la guillotina a la monarquía junto al resto
de los políticos. La voz del descreimiento. A la religión hay que someterla con
la razón. A los corruptos con las leyes. Y a
la monarquía con las urnas. El resto
son ganas de revolver las aguas.
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