Con
permiso de los Hnos. Grimm
En
un principio, en el Universo reinaba la nada. Dios vagaba por un entorno rural
con menos de tres mil habitantes, susceptible, por lo tanto, de acogerse a las
ayudas de fomento a la natalidad del gobierno de Extremadura. Si en aquel
entonces Él hubiera reclamado los mil cuatrocientos euros por nacimiento que
promete nuestro consejero, a estas horas tendría montada su propia Madre
Iglesia. Sin embargo, como los verdaderos emprendedores no piensan en lo que su
patria puede hacer por ellos sino en lo que ellos pueden hacer por su patria,
Dios se hizo Verbo y el Verbo se hizo Luz y la Luz se hizo Endesa. Y una vez
concluida la tarea se frotó las manos, satisfecho de su obra.
El
que probó la emoción de emborronar cuatro folios sabe lo que es la euforia de
la obra recién hecha. Aún no se secó la tinta y tú te mueres por enseñársela a
quien sea. Al Señor debió pasarle lo mismo. Vio que su obra era buena y le
faltó tiempo para dar el mundo a vista. Reunió a sus criaturas y, lleno de
orgullo y satisfacción, les dijo: españoles, quiero decir, hijos míos, algún
día todo esto será vuestro, pero no hoy: mañana. Vosotros sólo lo disfrutareis un tiempo limitado y, para ser
justos, he decidido que todos los seres de la tierra viváis treinta años. La
decisión fue acogida con aplausos unánimes según fuentes oficiales y con pitos
y broncas según los sindicatos.
Lo
cierto es que el burro fue el primero en exigir el libro de reclamaciones. Nacido
para soportar trabajos infames, la vida, lejos de un don, se le antojaba una
putada. Ya puestos, el perro y el mono aprovecharon la coyuntura para decirle
al Señor que por ellos también podía meter su regalo por el pico de la paloma
del Espíritu Santo, que si todo lo que tenía que ofrecerles era un trozo de
carne condenada a enfermar, envejecer y morir, mejor se estaban en los brazos
de la Nada. Dios escuchó pacientemente a unos y a otros pero, al finalizar, les
señaló con su divino dedo un cartel donde podía leerse “no se admiten
devoluciones”. A lo máximo que puedo llegar, dijo con su voz de presidente de
la patronal, es a aminorar la carga. Y, entre lo que le quitó al burro, al
perro y al mono se encontró con un superávit de sesenta años del ala. Es la
primera noticia que se tiene de un ajuste por recortes.
A
todo esto, el hombre fue la única criatura que presentó reclamaciones por defecto.
Treinta años me parecen poco, dijo Adán. Pues te vas a hartar, debió pensar
Dios, y le encasquetó las virutas de los otros. He ahí del porqué de nuestra
rara longevidad. La edad natural son los treinta, que pasan en un soplo. A
partir de ahí entramos en la edad del burro, en la que todo son cargas y palos
sobre nuestras costillas. Le siguen los años del perro, ocioso, gruñón y
jubilado, que no jubiloso. Y, por último, la más ingrata, esa edad en la que
cada día trae su propia valla con concertina, un estrambote para gastarlo entre
el respeto y el mimo pero que los achaques y los gobiernos convierten en más
leña para el mono.
Publicado en el diario HOY el sábado 15 de febrero del 2014
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