He observado que últimamente, cuando llega la hora del telediario, mi padre apaga el televisor. Es raro, porque la hora del "parte" tuvo siempre en mi casa, como en la de tanta gente, categoría de ritual del silencio. Pero, como digo, de un tiempo a esta parte, mi padre, al llegar los telediarios, apaga la tele. Lo hace discretamente, sin maldecir, sin cagarse en los muertos de unos y de otros, como exigen los cánones del español cabreado, sólo toma el mando, pulsa el botón rojo, y se acabó lo que se daba. Es un gesto de una resignación tan sin vuelta atrás que me ha dejado cavilando.
Gente que sabe del asunto me dice que no es tan raro, que cada vez son más los que huyen de los informativos, de la radio y de la prensa escrita. Que, cansados de escuchar historias de rufianes, de los despropósitos de la justicia, aburridos de que su voto conduzca siempre a un idéntico resultado, no les queda sino el amotinamiento del botón rojo, que es una forma particular y casera de decir "iros a la mierda".
Tiene su sentido. Me pongo en el pellejo de mi padre, por ejemplo, que después de pasar treinta años alternando dos trabajos siete días a la semana, pagando impuestos hasta por respirar, que ni siquiera tuvo la oportunidad de aprender el significado de la palabra desfalco, que jamás ha corrido el riesgo de morir ahogado en un crucero de lujo, y debe ser irritante escuchar que los responsables de llevar el barco del Estado a la actual ruina se jubilan de rositas y con una pensión vitalicia cien veces superior a la suya. Abandonan el barco como ratas, en el salvavidas de una cartilla repleta de euros y con la humorada de que lo suyo no es delito ni huida, sino que cayeron en una barca de salvamento que pasaba por allí.
¿Es o no es para pulsar el botón rojo?
Contraportada periódico Extremadura
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