AFRODISÍACO: Se dice de lo que excita o estimula el
apetito sexual. Tiene su origen esta palabra en los poderes atribuidos a la
diosa Afrodita, la diosa más popular en Grecia de cuantas
deidades poblaban el Olimpo, la que nació cuando la sangre de los testículos de
Urano cayó al océano. Y es que , cuando castran a un hombre vulgar, a lo máximo
que puede aspirar es a que el castrador tengas las manos limpias y a que con el
tiempo se le quede la voz de Michael Jackson; pero, si al que castran es nada
menos que a un dios, de sus testículos ramifica un intrincado mundo de
leyendas, que es justo lo que le ocurrió a Urano cuando su hijo Cronos arrojó
sus testículos al mar dando ocasión a que se formara un coágulo de espumas de
la que nació Afrodita, que es, en puridad, lo que significa este nombre: αφροσ, afros: espuma.
Viniendo años y pasando años, los romanos
la convertirían en Venus, pero, si nos ponemos quisquillosos, debemos admitir
que Afrodita -o Venus- ni es griega ni romana, sino asiática, según los mismos
griegos admitían. Hoy nadie duda de la existencia de un estrecho lazo de
parentesco entre la Afrodita griega y la Astarté fenicia.
Según Empédocles, que vivió hacia el 440
a. C y al que Bertrand Russell define como "mezcla de filósofo, profeta,
hombre de ciencias y charlatán, que acabó arrojándose al Etna para demostrar
que era un dios", pero que entre otros méritos le cabe el de haber sido el
primero en establecer los cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua como
productores, al mezclarse entre sí, de las distintas sustancias que componen el
mundo. Pues bien, según él, se unían por el Amor (Afrodita) y se
separaban por la Lucha. Para Empédocles, que fue uno de los hombres de ciencia
que más influyó durante siglos, existió una Edad de Oro en la que los hombres
veneraban solamente a Afrodita. Luego ésta fue poco a poco desplazada por la
Lucha, que a su vez se vería desplazada de nuevo por Afrodita en un círculo
interminable de estaciones. Cosas de los antiguos, dirán algunos, vale, pero me
parece a mí que en Empédocles ya se vislumbra la teoría del eterno retorno, que
tanto daría que hablar en el siglo XX.
La cuestión es que Afrodita tuvo desde
siempre mucho predicamento como diosa del amor y de la concordia, pero como el
amor tiene muchas caras y unas veces puede mostrarse casto, puro, sensual,
idílico, y otras vulgar, sucio, rastrero o elevado y sublime, según le
convenga, es por eso que a los antiguos no les daba a basto una sola diosa para
encarnarlo. Así Afrodita Urania representaba la diosa del amor honesto y virtuoso,
mientras que Afrodita Pandemos personificaba al amor carnal, grosero y
común.
Afrodita, con el correr de los siglos,
sufrió una curiosa transformación, la misma, por otra parte, que iba sufriendo
la mentalidad de sus fieles. Si en un principio estaba relacionada con el matrimonio
y con la familia, teniendo bajo su protección tanto a la mujer doncella como a
la casada, pasó, con el tiempo, a ser una divinidad licenciosa, olvidando sus
acometidos maternales y maritales a favor de una vida más carnal y erótica.
Esta misma evolución se manifiesta en la
representación que de ella hicieron los artistas en las distintas etapas de la
historia antigua. En un principio los pintores y escultores la representaban
como representarían a su propia madre, vestida con amplio ropaje y el chitón ático. Así la representó Fidias en el Partenón, casta, dignamente
velada y en compañía de Eros, su hijo. Luego, como si de una diva de Hollywood
se tratara, la moda se fue relajando, las ropas se fueron haciendo cada vez más
estrechas, más cortas, hasta llegar a desaparecer completamente.
Fue Praxíteles, en el siglo IV a. C., el
primero que la representó desnuda. Se dice que el escultor hizo, como Goya con
la maja, dos versiones, una desnuda y otra vestida. La vestida la compraron los
ciudadanos de Cos y la desnuda los de Cnido, que quedaron tan contentos con la
compra que llegaron a acuñar monedas con la imagen de la diosa impúdica. Plinio
cuenta que fue tan enorme la fama de esta obra que llegó a oídos de la propia
Afrodita, la cual no pudo evitar la curiosidad y descendió del Olimpo hasta
Cnido para comprobar con sus propios ojos si era verdad lo que de ella se
decía. Y no solo resultó ser verdad sino que, al verla, la diosa quedó tan
fascinada que preguntó al escultor: ¿Y tú, Praxíteles, dónde me has visto sin
velos?
No sé qué respondería el escultor pero
puedo imaginarme a todos los jóvenes enamorados de Cnido visitando la estatua
en la oscuridad de la noche y, deslizando el libidinoso dedo por entre los
pechos de piedra de la diosa, suplicando con sincera vocación para que la novia
que le tocase en suerte fuese lo más parecida posible a esta mi señora
Afrodita, la que otros rezan con el nombre de Venus y otros de Astarté.
Según podemos leer en el Diccionario
Etimológico de la Lengua Castellana de Joan Corominas y que recoge también
Ricardo Soca en su Origen de las palabras, la primera constancia por escrito
que tenemos de esta palabra en castellano data de 1867, aunque ninguno de los
dos ofrece datos más concretos sobre quién, cómo y dónde la utiliza.
Lo que sí es cierto es que, a raíz de
investigar sobre este término, he podido comprobar que donde más éxito ha
obtenido la palabra afrodisíaco es en el entorno de la comida. Pues bien,
para aquellos que se quieran ahorrar el tiempo que yo perdí en leer
páginas y páginas al respecto, le allano el terreno diciéndoles lo que aseguran
la mayor parte de los científicos: que no hay mayor afrodisíaco que la imaginación.
Si a eso le quieres añadir un buen vino, pues miel sobre hojuelas, pero yo me
atrevo a dar mi propia receta para un afrodisíaco infalible: mente abierta,
compañía alegre y ánimo vivo.
De mi libro, Hombres con nombre
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