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Portada de Vito Cano |
Deduje su traición por el pestilente sabor a queroseno que en la boca le dejaba el hindú a la muy pérfida. Por eso, en un ataque de cuernos, recurrí al auxilio de mi buen amigo Juri Gueller, el prestigioso combador de cucharas quien, además, tiene excelente mano para sortilegios, remiendos y desamores.
En menos tiempo del que yo gasté en contarle el asunto, mi viejo amigo compuso un hechizo a base de mil abracadabras cuyo secreto no me atreví a preguntar. Ni diez minutos nos llevó la cosa. Con media sonrisa de condescendencia desfigurándole el rostro, me dijo que me fuera tranquilo a casa, que la maldición estaba en marcha. Y así fue.
Al día siguiente, durante mi función, la muy reincidente volvió a solazarse con ese saco de huesos, esa sucia anguila del Ganges, pero, no me preguntéis cómo, mi amigo el brujo se las apañó para que el último beso del faquir quedara petrificado en el paladar de la infiel, que empezó a emanar tal efluvio a queroseno que hasta el propio tragafuegos acabó repudiándola, horrorizado de ver que se le metía en casa el olor del trabajo, como un niño agobiado por exceso de deberes. La pobrecita mía gastó una fortuna en enjuagues y colutorios que de nada le sirvieron.
Al cabo de un tiempo la he vuelto a ver, solitaria, derrotada, compungida, vagando por la ciudad, cargada con un descomunal bolso que yo imagino atiborrado de esprais bucales en un vano intento por redimirse.
En menos tiempo del que yo gasté en contarle el asunto, mi viejo amigo compuso un hechizo a base de mil abracadabras cuyo secreto no me atreví a preguntar. Ni diez minutos nos llevó la cosa. Con media sonrisa de condescendencia desfigurándole el rostro, me dijo que me fuera tranquilo a casa, que la maldición estaba en marcha. Y así fue.
Al día siguiente, durante mi función, la muy reincidente volvió a solazarse con ese saco de huesos, esa sucia anguila del Ganges, pero, no me preguntéis cómo, mi amigo el brujo se las apañó para que el último beso del faquir quedara petrificado en el paladar de la infiel, que empezó a emanar tal efluvio a queroseno que hasta el propio tragafuegos acabó repudiándola, horrorizado de ver que se le metía en casa el olor del trabajo, como un niño agobiado por exceso de deberes. La pobrecita mía gastó una fortuna en enjuagues y colutorios que de nada le sirvieron.
Al cabo de un tiempo la he vuelto a ver, solitaria, derrotada, compungida, vagando por la ciudad, cargada con un descomunal bolso que yo imagino atiborrado de esprais bucales en un vano intento por redimirse.
Desde que me tomé la molestia de enviarle una casete en la que grabé veintitrés veces seguidas aquel precioso bolero de los Panchos que decía aquello de "y en la boca llevarás sabor a mí", no ha vuelto a dirigirme la palabra. Y es una pena, porque en el fondo yo sigo queriéndola.
Del libro Esa extraña familia de la que te hablé
Pérez Reverte dijo de Montero Glez hace ya algún tiempo 'Le envidio la prosa a ese hijo de puta. Lo juro'. Pues eso... Ya tú sabes. Abrazos desde Toletum.
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